Hace pocos días volví a visitar la UCI con mi niña. Siempre que vamos a revisión médica subo. Confieso que aparte de agradecerles todo lo que hicieron en su momento para salvar a mi hija, especialmente tras la que fue su operación más difícil, de las nueve que lleva hasta ahora, voy porque me reciben con una sonrisa y con un “nunca hemos conocido a una madre tan optimista como tú”.
Optimista… uf, ¡cuánto encierra esa palabra respecto a la salud de mi hija! He luchado por ella, hemos luchado juntas desde el mismo momento de su nacimiento… bueno, en realidad yo un poco menos que ella porque hasta 24 horas después de que llegara al mundo no me dijeron todos los problemas de salud que tenía. Recuerdo que fue un tremendo mazazo, un bofetón con la mano abierta. Escuchaba a la doctora como si la cosa no fuera conmigo. Aterricé en la realidad cuando salió de la habitación y mi marido empezó a llorar… y ahí fue cuando me vine arriba, por primera vez. Le dije que todo iba a salir bien, que íbamos a luchar. Supongo que se lo dije porque yo misma necesitaba creerlo: necesitaba autoconvencerme.
Le dije que todo iba a salir bien, que íbamos a luchar.
Esa es la estrategia que sigo usando desde entonces. Es curioso como todo lo fuerte que soy para mi hija lo soy de débil para mí misma. Pero eso casi nadie lo sabe. Para el mundo soy una madre fuerte, que lo supera y puede con todo, a la que nada se le oscurece… Pero nada de eso es cierto, al menos no del todo. La clave es la de siempre: mi fuerza son mis hijos. Y mi fuerza fue especialmente mi hija desde el mismo momento que supe todo lo que teníamos por delante. He llorado mucho, muchísimo…. Pero casi siempre por dentro, sin derramar lágrimas, lo cual habrá sido muy bueno para los demás pero muy malo para mí. Ahora intento llorar siempre que puedo: me alivia, me hace bien.
En el caso de la UCI, aunque hemos estado muchas veces la operación más difícil fue la que vivió con 15 meses y apenas 7 kilos de peso. Fueron más de 8 horas de intervención, 3 de ellas con circulación extracorpórea (a corazón parado). Mi hija entró en quirófano riendo, llena de vida, y salió como un pequeño pedacito de vida plagado de cables, vías y sensores… y con el pecho abierto.
Es una de las cosas que más recuerdo: durante los 4 primeros días en la UCI tenía la herida del pecho abierta, solo cubierta con una especie de malla mecánica y cuando iba a visitarla veía como su pequeño corazoncito latía. Hay cosas que una madre no debería ver, pero ve, la vida te obliga a verlas. Pero aquella visión en realidad fue lo de menos. Lo de más fueron todas las complicaciones post-operatorias: infección, tres trombos, encharcamiento de los dos pulmones.
Durante los primeros días cada visita a la UCI era una mala noticia. Pero mi respuesta para los doctores siempre era la misma: una sonrisa y un todo va a salir bien. ¿Optimismo? En realidad no. Aquella respuesta era un: MI HIJA Y YO LO VAMOS A CONSEGUIR. Me lo repetía una y otra vez intentando creérmelo, necesitaba creérmelo. Pero supongo que a los médicos les sorprendía mi aparente fortalece (aún hoy, 11 años después les sigue sorprendiendo y me siguen recordando como un ejemplo).
Lo que no saben es que más de una vez, al salir de la UCI, casi siempre sola de camino a casa, las lágrimas caían por mis mejillas, pocas, demasiado pocas, porque además me estaba esperando mi otro bebé (tengo mellizos), que necesitaba a una madre optimista, no a una madre triste ni desesperanzada. Tenía que ser fuerte por mi hija, por mi hijo y por mí misma como madre de los dos.
No pretendo ser ejemplo para nadie, aunque supongo que lo soy. Si tengo algún consejo para dar es que, si tienes un hijo enfermo, primero creas en tu hijo (los niños tienen unas ganas de vivir que pueden con casi todo) y a la par que creas en ti, que luchéis siempre juntos. No voy a engañar a nadie: a veces se pierde la batalla. Pero mi experiencia y la de tantos padres a los que he conocido me dice que un día, una hora, un minuto más con tu hijo merecen la pena.
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