“¡Qué fuerte eres!”, “¡cuánto te admiro!”, “yo, en tu lugar, no hubiera podido”… son frases que llevo escuchando desde hace 13 años.
¡Quién me lo hubiera dicho! Yo que hasta los 35 años no me planteé ni siquiera la posibilidad de traer a otro ser humano al mundo. A mis hijos, a los que adoro y que son el faro de mi vida desde el mismo momento en que nacieron, se lo digo sin tapujos: “mami era anti-niños”. No suena bien pero es la verdad. Nunca quise ser madre hasta que decidí serlo de forma totalmente consciente y planificada... y lo fui, y lo seguiré siendo durante el resto de mis días, con todas las consecuencias, buenas, malas y regulares.
Recuerdo que lo que más me preocupaba durante mi embarazo de mellizos (niño y niña), aparte de que mis hijos nacieran sanos (lo primero que le pregunté a mi marido fue: ¿tienen 10 dedos en las manos y 10 en los pies?) era ser una buena madre para ellos. ¿Y qué creía yo que era eso de “ser una buena madre”? Pues básicamente no tenía ni la más remota idea, esa es la verdad. Lo único que tenía claro es que no quería cometer los errores que yo creía que mis padres habían cometido conmigo: básicamente la sobreprotección extrema.
Mi embarazo de 36 semanas estuvo plagado de contratiempos
Tuve, no obstante, que enfrentarme a una decisión sin duda difícil durante mi embarazo. Cuando estaba de muy pocos meses el médico me planteó la posibilidad de someterme a una amniocentesis porque uno de mis bebés tenía posibilidad de nacer con Síndrome de Down. Recuerdo aquellos días de angustia: noches sin dormir y constantes conversaciones con mi pareja para decidir qué era mejor hacer (o no hacer).
Finalmente llegué a una conclusión bastante simple pero no por ello menos dura. La amniocentesis es una prueba diagnóstica invasiva y con bastantes riesgos para el bebé. Yo tenía casi 38 años y me planteé si esa prueba “para salir de dudas” no provocaría que pudiera perder a uno o incluso a mis dos bebés, con lo cual sería mucho peor el remedio que la enfermedad. Por otra parte, llegué a la conclusión de que hacerme la prueba no tenía el más mínimo sentido. ¿Por qué? Pues porque fuese cual fuese el resultado, incluso si me decían que mis dos bebés eran Down, yo iba a tenerlos igualmente. Así que, a pesar de tener la cita ya concertada, nunca fui.
Mi embarazo de 36 semanas estuvo plagado de contratiempos: me subió la tensión arterial y la glucosa, y durante el último mes pasé gran parte del tiempo (3-4 días en el hospital, alternados con 3-4 en casa) hospitalizada para llevar un férreo control de la evolución de los bebés y de mi propia salud.
Me considero, “sé” que soy una buena madre
Un 27 de noviembre de 2009 mis hijos vinieron al mundo por cesárea. Ninguno de ellos tiene Síndrome de Down. Mi hijo es un niño pleno de salud. Mi hija nació con múltiples problemas: cardiopatía congénita, malformación intestinal, anomalía genética, malformación en las manos… Ninguno de esos problemas podría haberse detectado en la amniocentesis, aunque sí deberían haberse mostrado en las múltiples ecografías que me hice a lo largo del embarazo. Debo decir que en ningún momento he considerado que los médicos cometieron algún error. Sé, sin ninguna duda, que si yo hubiera sido consciente de las múltiples patologías con las que mi hija iba a venir al mundo ni ella ni su hermano hubieran nacido: mi estado de nervios habría convertido el embarazo en totalmente inviable.
Ser madre es tomar decisiones desde el minuto uno, no ya de embarazo, sino desde el deseo mismo de traer otra vida a este mundo. Me considero, “sé” que soy una buena madre. Cometo errores, pierdo la paciencia, sufro, lloro, me derrumbo, dudo, grito a veces… pero nunca, ni durante un solo segundo de estos casi 13 años, me he arrepentido de la decisión más importante: ser madre.
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